Era una noche fría de mediados de diciembre. El General había dejado que los soldados se dispersasen a través de la plaza desierta. Cerca de las materas, de los tallos de los árboles, de las bancas y de los postes de luz se agrupaban las tropas para conservar calor. La situación no daba para abasto ni para hospedaje de ningún tipo ya que, incluso bajo amenazas directas, los pueblerinos les ignoraron de tal manera que ni un centímetro de sus puertas ni una palabra de sus labios fue cedida en su favor. Eran pocos entre todos incluso, pero no; y ni tampoco para extremos, ya que el General no era un asesino.
Bajo uno de los tantos árboles, uno robusto y bien tupido, se encontraban tres soldados, acobijados con una manta remendada aprisa. Una capa delgada de neblina se escabullía bajo el cobertor y les helaba las botas mojadas.
— ‘Ea, peludo. Correte pa’ allá pa’ que nos des espaciecito.
— No sea pendejo, Carlos, acá no hay más cobija con qué arroparse.
— Ramírez, Sánchez, dejen de moverse tanto. Dejen dormir ya.
— Pendejo que estás. Con este frío no va a dormir ni mi dios en taparrabos.
— Bueno, ya. Quietesito Roberto.
— ¿Sabe qué? Echémonos unas historiesisticas. ‘Eche a ver qué tiene, Carlos.
— Yo dormiré. Hasta mañana.
— Déjelo mae. Que duerma tranquilo, de veras que haríamos mejor en hacer lo mismo quél’.
— No se ponga con idioteces. Ya, dele pss’.
— Bueno… —dijo y, tras una larga pausa de cavilación, sus ojos brillaron con una chispa muerta— me acuerdo que cuando estaba por allá por los montes, usté’ sabe cuales, mi capitán nos dijo que había una chucha por allá. Nos reímos todo el resto de la noche al ver que era un zorro manchado.
— No joda. Bueno pues, téngase pa’ ésta. A ver, ¿conocés al pitufo Estrada ese, al que le dicen “la remolacha”?
— Sí, de hecho, ayer lo vi pero hoy no lo he pillado por ninguna parte.
— Me contaron quel’ General lo mandó a fusilar antes de pasar el río. Y que por allá lo tiró cuesta abajo.
Carlos se irguió súbitamente con una expresión de terror y con un grito ahogado, a lo cual Roberto reaccionó de inmediato, cubriéndole la boca y jalándole para que volviese a recostarse contra el tronco— ¡Coma callado marica! —le dijo en un susurro forzado— ¡Y vos también malparido, —dijo, tornando su cabeza hacia el tercer soldado quien no inmutó respuesta— que no nos vayan a rajar por una pendejada desas’!
— A ver, ¿qué pasó? ¿Cómo así? —dijo Carlos aceleradamente en un susurro inquieto.
— Fíjese que lo mataron por bocón. Según oí, antier el pelao’ andaba diciendo cosas del General y pues lo mandaron a dormir con los pescaos’.
— ¡Pero mae! ¿Y ese qué dijo pa’ que le dieran de siesta?
— A mí me dijeron que fue porque el General le pagó a los paracos’ de por acá pa’ que voliaran bala y nos dejaran a nosotros campo limpio pa’ que se viera bien.
— Hay no… ¿usté’ cree? Eso de que lo manden a uno pa’ pintura por eso…
— De buena marica. Yo sí creo. Mire cómo ni nos voltiaron’ a ver los de por acá del pueblo. Se deben haber enterao’ de alguna parte.
— Eso sí está muy azaroso, compa. ¿Y entonces nosotros qué?
— Dejen dormir.
— ¡Cállese marico!
— Yo me voy a dormir mejor. No quiero que me pongan una bala en la nuca por andar de bocón.
— Pero psss’ no joda. Venga, no me deje hablando solo como pendejo.
— Deberían dormirse.
— ¡Cállese!
Un hombre fornido y alto apareció de la nada y se plantó en frente de los tres— ¿Cuál es el alboroto? —demandó con decisión y autoridad en su voz.
— Estos dos no dejan dormir, mi General.
Roberto susurró con desesperación entre sus dientes— ¡Cállese marico, por dios, cállese!
— ¡Ramírez, Sánchez! —ordenó el General con firmeza.
— ¡Sí señor! —respondieron ambos con presteza.
— A dormir ya. Hay mucho que caminar pa’ mañana. Usted igual, Estrada. —dijo el General y, sin esperar respuesta, se retiró de inmediato, desvaneciéndose con la misma agilidad con la que había aparecido.
— ¿Vieron? Les dije que se durmieran. Yo les dije. Y si siguen así, estoy seguro que los van a volver a tirar al río a ustedes también.