Abrí los ojos. Simplemente los abrí, sin preámbulo ni ceremonia. Tenía una sensación extraña atrapada en el pecho. Tenía los ojos abiertos ahora, pero aún no podía realmente discernir qué era qué. Tenía la mente nublada y las extremidades entorpecidas bajo las cobijas por el cosquilleo de mil agujillas punzantes. Me senté, frotándome el rostro para intentar desenmarañar las telarañas dentro de mi cabeza. Palpé con mis manos las cobijas gruesas de la cama y la suave tela del desarreglado cobertor, intentando enfocarme en el ‘aquí’ y el ‘ahora’. “Ah… su cama,” pensé ya más tranquila. Luego de tantas noches entre estas cobijas y entre sus brazos, podía perderme una y mil veces, y volver a encontrarme a mí misma, como tantas veces me pasaba al hacer el amor junto a él. Antes. Durante. Y después.
Me reí contenta.
–Buenos días–, su voz robusta emanó desde una de las esquinas oscuras del cuarto. La habitación entera se teñía perezosa y coqueta bajo una tenue luz rojiza gracias a las cortinas, –hay huevos con tostada para el menú del desayuno–.
No pude evitar reírme de nuevo. Siempre era así. Desayunos imprevistos, en cama para más faltar. Como una reina. Mmm… no. Más bien como una importante dignataria. ¡Ja! Ese sería el día en que yo pudiera dominar a esta barbaridad de hombre. Sacudí mi cabeza sin darle respuesta y me puse de pie para espabilarme de una vez por todas. Por más que intentaba no podía sacarme esa marañosa somnolencia de encima, así que por vencida me di. Por ahora. Tal se vez pasaría con el café. Como de costumbre, circulé hasta el otro lado de la cama y abrí las cortinas. Ambos teníamos nuestros vicios: a mí me encantaba dormir lejos de la pared, y a él conservar las cortinas cerradas durante las mañanas.
El olor a café y huevos permeó el cuarto. Al cruzar el umbral que daba a la sala, ahí lo vi. Apenas iluminado por la luz de la alcoba, parado frente al horno, sin camisa como de costumbre en las mañanas. La luz lo ceñía mansa pero persistente a lo largo y ancho de las robustas formas de sus músculos bruñidos bajo su piel. Cada firme relieve sobre sus amplias espaldas, sus brazos fornidos y velludos, y su cuello amplio, eran como un teclado de un piano clásico, uno robusto y antiguo, pulido a su perfección, que me invitaba a tocarlo. Sin darle más vueltas al asunto, lo abracé por la espalda, presionando mi mejilla por detrás, entre sus hombros. “Es alto,” me acordé de repente como tonta, al revivir la diferencia de estatura entre nosotros. No pude evitar una carcajada baja.
–Siempre a lo oscuro, ¿eh? – lo atormenté, atizando su costado con mi índice.
–Dice la que viene a mi casa, y se ducha en mi baño, y me quita mi lado de la cama, y se come mi comida–, murmuró entretenido.
Al soltarlo, surqué la sala para abrir las persianas y los ventanales y permitir que la casa pudiera respirar un poco. Nos sentamos a comer en silencio, como de costumbre. No era un chef maestro, pero cocinaba para mí sabiendo que yo era bastante mejor que él. Sabiendo que no me molestaba hacerlo. Le sonreí y le mandé un beso desde mi lado del mesón de cocina.
El silencio de su casa me abrumaba de vez en cuando. Era casi como si no tuviera vecinos, o como si no hubiera dos calles contiguas al edificio. Era como si este lugar estuviera estancado en el tiempo, detenido y a la deriva, como un oasis inter-espacial. Y bueno, a su lado, a veces casi que iba para atrás. Insistí en lavar los platos mientras él organizaba la alcoba. “Hoy tengo que salir a comprar un par de zapatillas nuevas, pasar más tarde a ver a aquella nena para el almuerzo y… recoger más pastillas,” calculé, frotándome el abdomen. Sentí que el calor se me subía al rostro. “Bueno, estoy en mis días seguros y sigo cubierta por la última,” me alcé de hombros y seguí en lo mío.
–Cariño, ¿me puedes dejar en el centro para lo de mis zapatillas?– pregunté secándome las manos y guardando los sartenes dentro del horno. No hubo respuesta.
–¿Salem?– pregunté al atravesar de nuevo el umbral de la alcoba.
Él estaba ahí, sentado en la cama, inclinado hacia el frente, como derrotado. Sumido en su celular, la luz del dispositivo iluminaba su rostro; una expresión ansiosa y pensativa.
–Salem…– susurré, intentando conquistar su atención pero no hubo respuesta. Fuera lo que fuera, parecía grave.
Él suspiró y cerró la tapa del celular, confinando el móvil entre sus dedos. Inmóvil, se quedó en silencio y no lo interrumpí. Era claro para mí que estaba tomando una decisión. El tiempo hizo de las suyas como de costumbre en este departamento, y se tendió a largo. Se estiró como una liga de goma, más y más. Más fino. Más lento…
…
Hasta que al fin.
–Tengo algo que hacer. Puedo dejarte en el centro después de eso, pero no sé si quieras venir conmigo. Tal vez prefieras ir por tu cuenta–, sentenció sombrío.
Me levanté sin darle respuesta y me organicé. No tenía que deliberar mi decisión. Como si creyera que lo iba a dejar por su cuenta después de que me dijera algo así. Dos minutos más tarde, me postré en el umbral, mirándolo.
–¿Vamos?–, pregunté, lista para salir.
Él alzó sus ojos y me miró. Y me aterrorizó. Fue como si algo le hubiera chupado la vida. Lucía marchito y gastado, tan al contrario de lo que yo sabía que él realmente era. No me pude contener más. Lo agarré de la mano y lo puse en pie. Quería mirarlo de nuevo a los ojos y refutar lo que creía haber visto, decirme a mí misma que estaba equivocada y seguir así, pero preferí no arriesgarme a hacerlo más complicado. Con una paciencia que no sabía que tenía por dentro, comencé a desvestirlo.
Posé mis manos sobre su pecho y comencé a descender por su cuerpo. Lento. Pasé sobre las medialunas que daban forma a sus abdominales, cayendo hasta la línea de sus pantalones de pijama. Mis dedos se deslizaron como tropas furtivas pasando la frontera, y atraparon también su ropa interior. Lento. Tiré lento de las telas, desenfundando su forma, su cintura… y su maravilloso órgano. Su miembro viril y su bien formado paquete siempre me habían resultado maravillas para apreciar. Bocadillos visuales. Y de otros tipos. Sonreí. Alcé mi vista para verlo a los ojos.
Sombras.
Fantasmas.
Algo lo atormentaba.
Algo grave.
Dejé de sonreír.
Me ofreció una sonrisa torcida y distraída luego de acariciarme la cabeza, como sin saber qué hacer. Como quien contempla algo que no puede ver. ¿Quién era este extraño inseguro y lejano frente a mí y a dónde se había llevado a mi Salem?
No era el momento. No. Éste era mi Salem. Algo grave estaba sucediendo en su cabeza y en este momento yo debería ser su pilar. Reposando mis manos en sus piernas, deslicé mis dedos ascendiendo entre su pelaje natural.
Me puse de pie.
Sonreí para él.
Di media vuelta y me ocupé en lo que necesitaba. Al regresar, traía en mis manos un conjunto de ropa fresca para él y sus productos de aseo personal. Y así, paso a paso, lo hice mío de una manera nueva. En vez de destruirlo y destruirnos como lo hacíamos con tanto gusto en el acto de hacer el amor, de remover los pesos, las ropas y las inhibiciones, lo reconstruí. Lo erigí, como una sierva a su amo, lo vestí con su armadura del día a día.
Tomando sus pies gentilmente, coloqué un par de interiores frescos, dejándolos ascender libres hasta que arroparan su desnudez de forma justa y firme; que su cuerpo los rellenara con sus prominencias naturales, marcadas con generosidad bajo la tela. Tragué saliva en silencio, acariciando su zona erógena por un instante, almacenando mis deseos para luego. No era el momento. Proseguí con sus pantalones. Pie por pie, arriba… justos. Los jeanes le quedaban de ensueño, aprisionando sus muslos devotamente y haciendo que su forma masculina reluciera y se marcara su trasero. “Manos arriba,” estuve a punto de decir. Por sus manos pasaron las mangas de la camisa marrón, las cuales arremangué y alcé para liberar y descubrir sus brazos fuertes y robustos. Con mis manos, franqueé sus bien tallados pectorales y lo abracé con firmeza por un segundo antes de retomar mi labor. Botón por botón até, preparándolo para su batalla y fue solamente luego de haber ajustado el cuello de la camisa, que tomé un paso atrás para observarlo.
Estaba listo. Ahora sí parecía mi Salem. Su semblante era diferente, como el de un fénix que renace luego de enfrentar la derrota que es el fin. Así era él. Sólo necesitaba un empujón esta vez.
–Tu chaqueta. Tus llaves–, murmuré, a punto de inclinar la cabeza, pero me contuve, y aposté mi mirada sobre la suya, sin darle un centímetro para dudar. –Vamos–, dije decisiva esta vez, como un enunciado en lugar de una pregunta.
Él sonrió y me siguió en silencio.
Tomamos las llaves, cerramos la puerta y bajamos al piso de parqueo B2. Con cascos puestos, él encendió su moto. El bramido ronco del motor cargó con autoridad el aire a nuestro alrededor, reverberando con soberanía sobre su reino, el pavimento. Me fascinaba esa moto. Habíamos ido a tantos sitios juntos en ella, y pasado tan bellos momentos a su lomo. Era una motocicleta crucero con un aire militar, grande, potente y bella, con un acabado negro mate. Muy adecuada para el hombre que la manejaba. Subimos por las rampas tomando impulso, seguidos por el eco del motor que rugía tras nosotros. Pasamos la puerta y sumergimos al nivel de la calle, entrando al carril adecuado sin que precisáramos frenar. A lo largo de nuestro recorrido por la ciudad, no pude evitar preguntarme qué era lo que lo atormentaba. Su vida era en parte un misterio para mí. Jamás había preguntado cosas de importancia, porque sabía lo suficiente y cada vez que él decidía contarme algo, me hacía la mujer más feliz del mundo por querer hacerme partícipe del suyo de alguna manera. Navegamos en silencio, doblando y doblando. Luego de muchos árboles, muchos edificios y muchos puentes, y muchos ríos, me di por vencida. Ya lo descubriría pronto.
El viento soplaba fuerte abordo de la moto y se colaba entre las mangas de la ropa, refrescando enérgicamente mi piel con vigorosas caricias afectuosas. El sol alumbraba con la calidez perfecta, como un perro tímido, observando atentamente desde el borde de la puerta. Y Salem estaba ahí. Su espalda luenga y firme, sus hombros anchos y sus costados gruesos me permitían deshacerme a la vera de su presencia de león en cautiverio. Él hacía que me estremeciera como si fuera la primera vez que estuviera así de cerca de él. Estreché mi abrazo y me agarré fuerte de los pliegues de su chaqueta.
Nos detuvimos a la luz roja de un semáforo en plena zona metropolitana, a la sombra de edificios antiguos. La calle bajo nuestros pies era un empedrado tradicional tejido con brea caliente para rellenar los orificios y rendijas, que había perdurado en este sector como recordatorio de una época más pintoresca y menos estrepitosa. Salem se volvió, observándome tras sus lentes de sol como si me estudiara. De una manera tan profunda. Había un interrogante en su rostro. La luz se puso en verde. Él siguió, observándome. Las bocinas comenzaron a sonar. Me empecé a inquietar. Los autos comenzaron a rebasarnos, lanzando insultos al pasar. Él siguió mirándome, impávido. Con esos ojos dorados. Esa mirada felina que penetraba todo a través del espacio tiempo. Es como si en ese momento él pudiera cortar a través de la mismísima membrana que recubría mis ojos y examinar algo invisible a mí. A través de mí.
–¿Salem? – murmuré incierta, queriendo desviar mis ojos del intenso fulgor de los suyos. Estaba atrapada bajo su aterradora asga primal. Al oír su voz, el trance se rompió. Él se dio la vuelta y condujo, sin tomarle atención siquiera al hecho de que la luz había vuelto al rojo.
Vaya hombre…
A nuestra siniestra, se abrió una plazoleta tradicional con su típico empedrado, con su iglesia vieja y sus árboles vistosos y sus ancianos domingueros; todos disfrutando el placer del sol cálido de medio día. En la moto, le dimos la vuelta a la plaza para aparcar al otro extremo al costado del atril para asegurar bicicletas. Me saqué el casco y aspiré profundo el aroma de los troncos y las hojas a la espera del ocaso. Abrí mis ojos y lo observé, atenta, bajándome de la moto. Al retirarse el casco, sus ojos barrieron de inmediato la plaza de lado a lado como animal en peligro. Miré a la redonda, contemplando los coloquiales patrones de piedra que delineaban y surcaban el parque, abriéndose en rectángulos perfectos, dejando un espacio para que la tierra pudiera escupir allí un árbol sobre su césped verde y saludable. Árboles y gente. Nada más. Salem buscaba a alguien.
–Quédate aquí–, sentenció firmemente con la mirada alta pero distraída. –Quédate aquí y no te muevas–, volvió a decírmelo, como si se asegurara que las palabras habían salido de su boca y no se hubieran quedado atoradas en alguna parte. Él me entregó su casco y se dio la vuelta, con los ojos al frente. Y entonces… la vi.
Una mujer lo esperaba ansiosa en medio de la plaza. Lucía como un ama de su terreno, señora de su territorio. Como si ese pedacito de parque le perteneciera sólo a ella. Como una… Reina. Y Salem. Salem caminaba directo hacia sus fauces. Extendí mi mano como para intentar detenerlo. Tenía un presentimiento terrible estancado en el pecho. Pero me detuve. Esto era importante para él. Necesitaba dejarlo, confiar en él.
La conversación entre ellos iba como un péndulo, meciéndose de lado a lado. No podía oírla desde aquí, pero podía darme cuenta por sus gestos y posturas. Él pareció ganar territorio. Las lágrimas se le asomaron a ella. Comenzó a gritar. Salem tomó un paso atrás. Ella se percató de su desliz y rebajó el volumen, comenzándose a desesperar. Ahora parecía un sollozo. ¿Un ruego? Intentaba manipularlo. Estaba en desventaja. Ahora parecía enojada. Y ahora frustrada. Y ahora ofendida. Herida, de nuevo. En un lapso fallido de emociones, las luces comenzaban a apagarse a su alrededor. Pánico iba nublando sus ojos.
Y de la nada, Salem se volteó hacia mí estirando su brazo y extendió su índice para señalarme, anulándome de todo anonimato y entregándome una autoridad en este conflicto. Ella alzó sus ojos y me miró. Al principio, se mostraban vacíos, incrédulos, interrogantes; mas, gradualmente, su expresión comenzó a retorcerse, a llenarse de odio, de una cólera intensa y brutal, exacerbada y violenta. A gritos, se lanzó en mi dirección, voraz e iracunda. No obstante, Salem estaba listo y la asió firme de una manera asfixiante, deteniéndola y arrebatándole el aliento con sus poderosos brazos.
…
Al fin se quedó estática, rindiéndose a su fuerza. Dándole amplio espacio, él la liberó sin perderla de vista, con esa mirada con la que se observa a un niño hacer rabieta o a un viejo loco, negando con su cabeza. Con lástima. Al hurgar en su bolsillo, Salem desenterró una pulsera con una pequeña placa metálica atada por una cuerda de cuero y la sostuvo frente a él desde uno de los extremos de la gruesa hebra, enseñándosela a ella. Sus labios se movieron y ella alzó la vista, llena de lágrimas desdichadas, sin poder darle crédito a lo que acababa de oír. La luz que se reflejaba de la placa le iluminó a ella los orbes y su mirada se fundió sobre el resplandor a medida que fue cayendo hasta tintinear contra el suelo. Salem se dio la vuelta en silencio y tomó rumbo a mí, dejándola a ella y a la pulsera tiradas en el suelo frío del cemento.
Un aullido frenético tras él lo detuvo en seco y al volverse, pudo advertir la figura que se arremetía iracunda en mi dirección. Todo pasó en cuestión de segundos. Si nada la detenía, llegaría a mí, abalanzándose delirante de furia y me arrancaría los ojos. Lo sabía. Podía verlo en los suyos. Oh no.
–Salem–, murmuré horrorizada, sin poder reaccionar.
De un solo movimiento, Salem arrojó su palma extendida hacia el frente, plantándola contra el pecho de esa mujer con tanta fuerza que ella no pudo evitar salir despedida como una muñeca de trapo, rodando bruscamente por el pavimento. Sin detenerse para asegurarse de que estuviera bien, él se volvió con el ceño fruncido hasta llegar a mí.
–Vámonos–, exclamó en un tono seco, tomando el casco y encendiendo la moto.
La gente comenzaba a congregarse alrededor de la mujer caída.
Me monté en la moto y me puse el casco.
Justo antes de partir, pude ver sus ojos.
Detrás de la locura que se derramaba de ellos, de los rasguños en su rostro y las lágrimas en sus mejillas, había una promesa en ellos.
Inolvidable.
Indeleble.
Perene.
Recia.
Cruel.
El caucho de las ruedas rechinó contra el pavimento, respondiendo al rugido agresivo del motor, acelerando a tope de un brusco jalón.
Volveríamos a vernos. Eso lo tenía por seguro.