Me eché un vistazo en el espejo del baño, investigándome. “¿Será que…?” pensé, mirándome indiscretamente. Una mujer curveada de piel blanca y cabellos negros con pechos firmes y piernas esbeltas, ojos grandes y expresivos y mejillas resaltadas. Me doblé hacia el frente, enseñando mis nalgas y meneándolas en el aire, preguntándome si serían de su agrado. Me erguí, presionando mis senos sobre mi pecho y escudriñándome centímetro por centímetro, palpando mi piel y cuestionándome cómo podría mejorar mi apariencia. Mis manos descendieron por mi cuerpo hasta llegar a mi entrepierna. Por primera vez en mi vida me sentí mujer. Él me hacía sentir femenina, completa. Me sentía linda. Sonreí distraída, examinando el rosáceo vibrante y saludable de mi sexo, separando los labios y deslizando mi dedo medio entre ellos, preguntándome si era placentero para él…
Abrí los ojos de inmediato, sacudida por el sabor dulce en mi boca y me atrapé relamiendo mi dedo medio, con la vaga idea de buscar una manera de que fuese más sabroso para él… Avergonzada huí del espejo y me colé en mi ropa interior, suprimiendo la curiosidad de cuánto me duraría puesta… Sacudí mi cabeza y sentí cómo mis mejillas y todo el resto de mi rostro ardían. Desodorante, una blusa, un pantalón con un par de saltitos... y estaba lista. Apurada corrí hacia la puerta pero, al agarrar la manija, el frío del metal me detuvo en seco. Del otro lado de la puerta podía sentir sus ojos de sol, dorados y fulgurantes, detenidos en el tiempo y en el espacio, observando hasta la parte más profunda de mí. Con toda mi ropa encima, me sentía aún desnuda. Frente a él siempre me sentía desnuda, expuesta… él el depredador y yo la presa, él el tiburón, yo la carnada, él la sequía y yo las aguas… sentía que me ingería entera, que me devoraba y desvestía con sus ojos hasta hacerme una parte de él.
Angustiada y en pánico, me volteé y comencé a inspeccionar entre los ganchos del baño, buscando más ropa. Encontré una chaqueta hecha de jean gris oscuro, ligeramente curtida por el sol, con pequeños parches mal cosidos de marcas de motocicletas y bandas de rock. Era suya, por supuesto. Aunque su atuendo siempre era algo más elegante, a veces vestía más agresivo… “Esto sirve”, me dije con confianza. Me la puse satisfecha y emprendí hacia la puerta… pero luego de un par de pasos comencé a sentir cómo su esencia, proveniente de la chaqueta, se empezaba a escabullir e impregnar mi cuerpo poco a poco. Apreté mis dientes y cerré mis ojos fuerte, tensionando todos los músculos de mi cuerpo y abrazándome a mí misma con toda mi energía por unos segundos, sobrecogida por su influencia sobre mí. Y... se fue. Se esfumó. La sensación desapareció enteramente. Abrí mis ojos lentamente, escéptica, y me hallé sola en el baño, apretándome fuerte con mis brazos. Después de un largo suspiro, dejé a mi cabeza rodar hacia atrás y dejé caer mis brazos a mis costados. De cierta manera… me di cuenta que no me gustaba esta ausencia absoluta… que aunque intimidante anhelaba su presencia más que nada. Más que nada…
Abrí la puerta de golpe y lo vi sentado, del otro lado de la cama, dándome la espalda y observando por la ventana. Él se volteó lentamente y fijó sus ojos felinos sobre mí. De nuevo me sentí colmada y plena. Me lancé hacia él, gateando sobre la cama y lo abracé con necesidad, ajustándome a su cuerpo. Yo lo quería, mucho. Muchísimo. Me quedé apegada a él y él no me rechazó.
Poco luego estábamos cruzando el umbral de su puerta, tomados de la mano. Clic. Bajamos las escaleras del edificio y salimos a la calle principal pasando la reja. Clic. Era una tarde nublada y gris, los motores de los autos y motos zumbaban a lo ancho de la calle. Un olor a madera quemada, polvo y ceniza iba y venía entre los callejones. Clic. El sonido del encendedor de Salem hizo que fijara mis ojos en él mientras que prendía un cigarrillo. Iba vestido con una camisa escarlata y un pantalón negro, mocasines negros y su placa militar al cuello. Él caminaba con paso firme y seguro, sus ojos al frente enfocados lejos, como si pudiese ver algo que nadie más podía. Como que, sin importar de dónde viniese cualquier amenaza, él podría hacerle frente. Me aferré de su brazo con una sonrisa en mi rostro.
–¿En qué piensas que te hace sonreír así?–, preguntó él, sus ojos de miel aún fijos al frente. No tenía idea cómo o cuándo se había dado cuenta.
–Es un secreto–, respondí cortándole su racha de astucia. Él soltó una pequeña carcajada y negó con su cabeza antes de usar su mano libre para revolver ligeramente mi cabello.
–Si algo llegase a pasarme, ¿qué harías? – preguntó él con humor tranquilo y ligero. Yo alcé mis ojos y lo observé. Debí haber tenido una apariencia espantosa porque él se detuvo en seco en el andén y se tornó hacia mí. –Es importante que hablemos esto–, insistió él. –No te preocupes, no planeo hacer nada estúpido–, se rió y me haló ligeramente del brazo para que siguiéramos caminando.
Una cortina de humo empezó a opacar mi mente lentamente. ¿Perderlo? ¿Cómo podría aceptar algo así si ni siquiera era mío aún? Cuando apenas empezaba a disfrutarlo de verdad, cuando apenas empezaba a hacerse mío… mío. ¿Cómo podría aceptar perderlo si ni siquiera había empezado aún? De pronto, me sorprendió una suave y húmeda textura sobre mis labios. Su beso engarzó a mi corazón y mente y los jaló de vuelta al mundo real. Ahora, luego de todo, me sigo preguntando por qué me dijo eso en ese momento.
–Estoy aquí–, exclamó efusivamente, sosteniéndome de los hombros, –no me mates todavía. Ahora–, se irguió él, tomándome nuevamente de la mano para proseguir caminando, –quiero que entiendas que todo principio tiene un fin. Y que todo fin puede tener un principio–, explicó con paciencia, como se le explica a un niño qué es el amor.
–No entiendo–, le dije. Entendía lo que me decía, pero quería que elaborara un poco más sus pensamientos y que me explicara con claridad a dónde quería llegar.
–Helados–, sentenció él. Yo levanté mis ojos y reconocí el pequeño puesto de helados de siempre. Por alguna razón siempre salíamos por un helado, sin importar el clima o la hora. Cuando ese puesto estaba cerrado simplemente íbamos a otro. –Uno de vainilla y uno de chocolate–, ordenó él. –¿Izquierda o derecha? – me preguntó, siguiendo el ritual de siempre. Cada vez que salíamos por un helado, él compraba dos sabores y los escondía detrás, dejándome elegir uno al azar.
–Derecha–, dije titubeando por un segundo, –no, no. ¡Izquierda! –, corregí con certeza y fui premiada con un helado de vainilla. Nos sentamos en una banca del parque y comenzamos con nuestro helado. La gente iba y venía apurada, sin detenerse a mirarnos ni a mirar nada más. Por alguna razón el mío se derretía rapidísimo, así que comencé a darle unos pequeños mordiscos por el lado y a lamer por debajo… “¡Ah! Ahora se derrama por detrás… debo lamer rápido,” pensé, enfocada en lo que hacía. Debo haber lucido bastante cómica pues él comenzó a reírse. Avergonzada me torné hacia el otro lado de la banca pero él me detuvo.
–Eres una mujer fantástica. Lo que quería decir es que…–, él se detuvo por un segundo, no por duda sino para posar sus ojos sobre mí, como si quisiera confirmar sus intenciones con las mías, –quiero pasar el resto de mi vida contigo. Quiero ver el resto los amaneceres y los atardeceres a tu lado hasta el fin del mundo. Quiero que seas mía para siempre. En ésta y en la otra vida. Y en la que siga de esa–.
Dejé de sentir mis manos. Mi helado cayó al piso. Y antes de que me diera cuenta, estaba embarrando su camisa escarlata con mi mano llena de crema mientras que lo abrazaba y lo besaba posesivamente. Él me correspondió a ambos y, entre besos y abrazos, se derritieron los helados y cayó la tarde con el sol hundiéndose como un gran orbe en el horizonte y coloreando los cielos, ofreciéndonos el más suntuoso y memorable espectáculo. Sólo para nosotros dos.
Sí. Sí. Sí. Mío. ¡Mío para siempre! Su ser, su alma y su nombre. ¡Míos para siempre!