El sonido de las telas de la cama fue hurtando el candor de las miles de explosiones de colores sobre el plano cuadriculado que se enmarcaba a través de las cataratas del plano infinito de un mundo que comenzaba a conocer. Las lenguas de fuego espiral color caramelo fueron deshaciéndose poco a poco en el horizonte de las palmas flotantes de chocolate, envolviéndose de aquí y allá en las sábanas del mundo estelar de las páginas de la esfera platónica de mi cama. Mi piel menguó en su sensibilidad al fin y las burbujas de algodón de azúcar de sus besos esotéricos halaron más cerca mi mente de nuevo al mundo real. Sus labios de canela poco a poco fueron recubriendo mi tez con su calidez. Abrí mis ojos. El sinfín de imágenes de lo que acabábamos de hacer comenzó a inundarme y tan fuerte era la corriente que sentí necesario el aferrarme a mis piernas y protegerme. Pero ahí estaba él: sus brazos fornidos, su pecho cálido, sus cabellos nocturnos…
Con presteza la realidad llegó completa. Aquí nos hallábamos ambos: sumidos el uno en el otro, sumergidos en un abrazo estrecho, jadeantes y exhaustos en una necesidad eterna. Mutua.
–¿Un helado? –, preguntó de golpe a lo cual tuve que verdaderamente alzar mis ojos para verle. Oh… su sonrisa. Esa sonrisa tan suya. Sentía que me derretía en sus brazos, que quería embestirlo y tomarlo entre las sábanas una vez más con la más profunda e intensa lujuria…
–¿Un helado, princesa? –, repitió él cuando le miré al fin a los ojos. Su sonrisa se tornó mansa sin perder nunca su firmeza varonil.
Algo musité unos segundos después; no me acuerdo qué, pero supongo que le debió haber parecido gracioso... Su sonrisa resurgió más brillante que antes, haciendo un juego perfecto a su piel cobriza. Sus labios… ¿me acerqué yo a los suyos o él a los míos? Creo que quería un beso suyo igual.
–Un helado, entonces–, susurró él sobre mis labios, dejando su cálido aliento impregnado en la comisura de los mismos. Juro que podía sentir una leve vibración permeando a través de ellos y escurriéndose por el borde y… y escapándose con murmullos infantiles hacia algún lugar desconocido.
–Levántate, vístete y vamos–, dijo él. Recuerdo tanto esa frase. Él plantó otro beso sobre mi frente, muy lentamente. Sentía cómo sus labios se posaban sobre mi piel, presionándola ligeramente contra la superficie ósea, cómo parte de su ser se transmitía a mí estremeciéndome acogedoramente, e incluso de cómo sus labios se iban despegando de mi piel húmeda y, casi contra su voluntad, como si con vida propia deseasen quedarse ahí, pequeños ápices quedaban adheridos por nimios instantes hasta al fin dejar sus labios libres. ‘Libres pero míos,’ pensé contenta y recelosa. Hasta hoy, sigo sintiendo la calidez de ese beso sobre mi frente.
A mis pies de un salto fui a dar. Tambaleé por un segundo y encontré sus brazos firmes de nuevo, a sólo unos centímetros de mi piel ofreciéndome solidez en la cual recaer, mas permitiéndome aún ese agradable espacio para actuar por mi cuenta. Con una mano afable en su pecho le expresé que todo estaba bien y me adentré en el baño. Empujé la puerta tras de mí con mi pié y me acerqué a la ducha; viré el grifo para permitirle al agua fluir. Me torné y miré que no había asegurado el cerrojo y, entre risas e imágenes en cierta parte desmoralizada de mi mente, lo fantaseé asaltándome en la mitad de la ducha. Sonreí deleita y, alcanzando mi toalla para tenerla a mano de salida, me aventuré bajo el agua. Tibia. ‘Casi perfecta…’ Con un ajuste hacia la izquierda, la temperatura llegó a mi favorita e ideal. Regocijándome bajo las gotas de agua que descendían por mi cuerpo, suspiré contenta y cerré los ojos.
Salem.
Sonreí contenta y, estremecida por un segundo, mordí mi labio inferior para sentir un poco de calma. Sentí como los dedos de mis pies se recogían impulsivamente y cómo mis palmas se transformaban en puños. Suspiré por un momento, recordando el vigor en sus ojos, la chispa de su mirada, y súbitamente me sentí desnuda frente al fantasma de él.
–Pero qué tonta eres…–, me reprimí en silencio, sacudiendo mi cabeza para esparcir su imagen en las gotas de agua que descendían por mi piel.
Salem.
De repente comencé a sentir un frío que escalaba por mis manos, helándolas completamente. Sentía como si se congelasen sólidas gradualmente, desde la punta de mis uñas hasta mi muñeca. Una sensación de pánico helado me bañó, casi formando una barrera frente al agua, como si aquella se resbalase sin siquiera tocarme ya. Sentí… sentí las puntas de mis pezones tornarse firmes, endurecerse. Y sus ojos estaban ahí, observándome. La miel de sus ojos comenzó a derramarse sobre todo mi cuerpo, proporcionándome una sensación glutinosa, resbaladiza, pastosa sobre todo mi cuerpo… Me mordí el labio fuerte para ahogar un sonido que quería escapar y, desafiante en mi completa desnudez, miré hacia el frente de nuevo. No había nadie. El fantasma de su memoria seguía asechándome.
Suspiré abochornada y azorada, negando con mi cabeza. Procedí a enjabonarme el cuerpo con prisa y, tomando un paso para alejarme del agua, procedí a enjuagarme el cabello. Valientemente, cerré los ojos y me emprendí a frotar y esparcir el enjuague. En la oscuridad tras mis párpados había calma. Oía el sonido del agua plácidamente cayendo sobre mi espalda baja y manteniéndome cálida. Y al tornarme, olí su esencia. Ahí estaba él, observándome. Sus ojos me asechaban entre las sombras, ásperos y hambrientos como los de un depredador. Me sentí vulnerable frente a sus orbes. No importaba a dónde me tornara, no había escape.
–Salem…–, gemí en un murmullo.
El sonido de su nombre me sorprendió infraganti. Avergonzada, abrí mis ojos y descubrí mis manos extendiéndose sobre mis pechos y complaciendo mi entrepierna. ‘¿Y por qué no?’, susurré derrotada frente a mis deseos. Así me dejé caer lenta, lenta, al compás de mis dedos condescendientes y mi mano transigente. Al darme cuenta, me encontraba recostada contra el borde de la bañera y mi me encontraba extendida a lo ancho de la misma, con las piernas abiertas de par en par; una mano en pecho, otra entre los muslos. ‘Si me viese…’, pensé avergonzada, viéndome como si viese una película borrosa, dejándome ir y mecer por la calidez de las sensaciones. Así, entre gemidos y sollozos minúsculos procedí a masturbarme.
Mmm… mmm… tan cálido… tan real… espléndido. Suspiré agitada y comencé a tentarme con más urgencia. Más rápido, más a prisa. Una vez más la sensación de miel regresó a mí. Mi cuerpo empezó a enviar olas de calor a través de todas las fibras de cada uno de mis músculos. Mi abdomen se contraía con cada onda que pasaba, apretando el canal alrededor de mis dedos con furor, intentando aprisionarlos y escurrir sus jugos en mi interior. E imaginé las líneas de la tinta grabada en su cuerpo. Y vislumbre los vellos de sus brazos. Y conjeturé sus cabellos, moviéndose a la par de los míos. Y sentí su aliento. Y abrí los ojos, y vi los suyos.
–Oí mi nombre y acudí al llamado–, respondió él con una sonrisa pícara. Luego de un segundo de desconcierto, caí en cuenta de cómo me encontraba y extremadamente avergonzada intenté cerrar mis piernas y cubrirme. Pero para mi desgracia, descubrí que sus manos ya estaban sobre las mías, incitando mis senos y avivando la llama entre mis piernas. Al fin gemí con fuerza, sin poder retenerlo. Era demasiado… tanto, tan fuerte, tan de repente.
–Siempre al grano, ¿eh? Hombre travieso, travieso…–, musité yo, virándome hacia él. Me acerqué con suavidad a su rostro y sumí mis labios contra los de él. A medida que me apegaba a él una maravillosa suavidad conllevada, abrí mis piernas de nuevo, permitiéndole espacio para que continuase degustando de mí y retiré mis manos para permitirles que escalasen sumisas por entre sus cabellos. De nuevo, dejé caer mis párpados adentrándome en esa sensación completa, y me concentré en moldear ese suave y apasionadamente profundo beso. Mi cuerpo comenzó a menearse de manera incontrolable por el placer de sus labios. Los movimientos de los mismos se difundían por mi cuerpo: mansos y cálidos bajo el sabor dulce de su exquisitez, y poco a poco fui perdiéndome completamente en su maravilloso aroma a miel y sexo. Sentía en mis labios la sangre propulsada por los fuertes latidos de mi pecho; se sentían cálidos y vivos. Y deseosos de más. Al igual que el resto de mí. Libre. Me sentía libre solo… un segundo. No importaba, por lo que me interesaba podría ser toda una eternidad. Y así, gota a gota, cuerpo a cuerpo, beso a beso, él indujo en mí un placer tan pleno… y poco a poco me enalteció hasta el momento en el cual logré experimentar más vasta explosión de euforia y fruición en sus brazos y por sus manos.
Luego de unos minutos de sentir el más maravilloso y grato placer bañar cada centímetro de mi piel y cada ápice de mi ser, oí su voz.
–¿Necesitas ayuda para terminar aquí?–, murmuró él, plantándome un cálido beso en la frente. Yo me negué con la cabeza, aún con mis párpados cerrados, negándome a interrumpir la calidez de la sensación que él me había obsequiado.
–Entonces tómate tu tiempo, princesa–, dijo él con dulzura infinita, –y yo te esperaré afuera. Todavía te debo ese helado–, se rió él y luego de besar mi rostro una vez más, oí el sonido de la puerta cerrándose tras de mí. En el esplendor de las emociones que él me había dado, las gotas de agua que continuaban cayendo sobre mi piel se sentían como mareas del océano que pasaban sobre mi tez, presionándola en múltiples lugares a la vez, como si fuera el material más maleable sobre la faz de la Tierra. Su toque era infinito, eterno, y se irradiaba sobre todo mi ser, colmándome de pasión y anidándose bajo mis pieles.
Plenitud.