Él abrió los ojos. Lenta y gradualmente sus párpados dieron vía a sus orbes maravillosos. Casi podía saborearlos. Ese néctar maravilloso de sus ojos color miel se rebosaba vertiginosamente a medida que se abrían. Y me miró. Oh, ¡cómo me miró! Nunca olvidaré esa mirada. Sus ojos desorientados se volvieron a mí, intentando enfocarse poco a poco. Al fin, la lucidez y la agudeza tan peculiares en su porte revivieron en sus ojos; un brillo maravilloso inundándolos nuevamente y propagándose por el resto de su semblante. Una sonrisa irresistible inundó sus labios que se arquearon para permitir que su voz vibrante y profunda emanase de lo más profundo de su ser como el más íntimo arpegio de un maestre del antaño.
–Buenos días–, musitó afablemente, sus labios doblándose al compás de sus palabras, curvándose con precisión y gracia a la vuelta de cada vocal. Yo me quedé observándolo, sintiendo ese brillo especial irradiarse hasta mi cuerpo e impregnar mis adentros con una calidez maravillosa que se desplazó desde mi cabeza, descendiendo por la parte trasera de mi cuello, bifurcándose hacia mis brazos y descendiendo por mi torso… mis piernas… hasta la punta de los dedos de mis pies y mis manos. Los vestigios del destello se fueron desvaneciendo poco a poco, arrastrándose bajo mi piel como pequeñas serpientes hasta llegar a la punta de mis pechos y la parte más recóndita de mi entrepierna. Suspiré estremecida y me apegué a su cuerpo sin palabra alguna excepto por las que expresaron mis brazos al arropar su cuerpo amorosamente, allegándome más a él.
Sus inefables orbes de miel me observaban con benevolencia infinita a la par que comenzaba a estirar sus músculos y a erguirse, acomodándose en un ángulo más elevado, reposando en las almohadas contra la cabeza de la cama. Yo no podía parar de observarlo. De observar su complexión varonil, su tez ambarina, su pecho escabroso, su extremidad voluptuosa. Ya era muy tarde. Lo quería, y lo quería ya.
Deslicé mi cuerpo muy lentamente sobre la sábana hasta topar con sus rodillas, palpando la cama con mis palmas en el trayecto y gateando inofensiva hasta sus piernas donde encaucé mis manos en ascenso, escalando sobre las blandas fibras de las frazadas que aún cubrían sus piernas, hundiendo mis manos con antojo sobre ellas. Poco a poco y muy gentilmente mis manos se posaron en su pelvis, rozando, incitando con sumo cuidado el lugar abultado bajo las texturas, el tesoro escondido que anhelaba tan fervientemente poseer que, al fin, deslizaron con mesura la manta que lo cubría para revelarlo en todo su esplendor. Mis ojos se quedaron fijos sobre su miembro maravilloso y mi pecho se disolvió en mil chispas de hambre y sed por esa prodigiosa golosina que se erizaba paulatinamente frente a mis ojos. Sumí mi palma sobre su entrepierna y me adueñé de su miembro que, entre mis dedos se iba tornando más y más firme, para con mi mano libre acomodar mis cabellos, y abriendo mis labios los dejé posarse muy lentamente en su cumbre para después súbitamente sumergirlo completo en mi boca, que tibia y húmeda lo cubrió con deleite. Rocé su contorno rígido y palpitante con la totalidad de mi lengua por todos y cada uno de sus sectores, saboreándolo... Disfrutándolo dejé caer mis párpados a medida que continuaba con mi cometido.
Sin darme cuenta, mi cuerpo completo se había perdido en el deseo, cegado por el hambre y sed del suyo, pretendiendo saciarse en cada lamida que procuraba en toda mi agonía profunda. Me encontraba rendida ante él como una esclava sumisa, complacida de servir. Abrí mis ojos dulcemente, elevando mi mirada para apreciar su expresión estremecida y sus ojos lujuriosos que me observaban sin titubear. Este contacto íntimo lo atesoré con adoración infinita y excitada proseguí complaciéndolo. A medida que iba escalando por su longitud lo envolvía en mi saliva cual iba empapando su totalidad, dejando la piel que lo recubría húmeda y blanda y una vez alcanzado la punta levanté mi mentón para liberar un gemido tenue que apagué al presionar de nuevo su magnitud entre mis labios muy empecinada en saborearlo, continuando cada movimiento urgente y deseoso. Mis manos no podían dejar de acariciar cada región en sus piernas con delicadeza. De nuevo alcé mi rostro, produciendo un roce más incitante entre la punta de su miembro y mi firme paladar a medida que mi tibia saliva, mezclada con su savia lubricante, se escurría por la comisura de mis labios, resbalándose por mi mentón.
–Ven, arráncame la sábana y métemelo con lujuria–, me escuché decir con sorpresa. No podía creer que esas palabras hubieran acabado de brotar de mis labios de una manera tan sencilla y tan natural que me vi forzada a inclinar mi cabeza para esconder mi vergüenza. Lo amaba tanto… me sentía tan viva que no entendía por qué…
–Riégame toda tu dulce saliva por el cuerpo, sobre toda mi piel–, susurró él interrumpiendo mis pensamientos. Yo alcé mi rostro, sonrojada más aún aunque pareciera imposible, mirándolo con amor infinito. Él me invitaba con sus brazos abiertos, casi a punto de tomarme a la fuerza y presionarme sobre su pecho.
–Lámela de mis labios y luego cuando ya no pueda con tanto placer… y te ruegue que lo metas suave y lento casi desquiciante… y cuando ya no tenga fuerzas de tanto rogar dámelo con todas tus ganas–, exclamé súbitamente exótica, mi voz entrecortada y mi cuerpo en llamas, vívido y anhelante de sentir su exquisito y satisfactorio amor.
Me lancé sobre él, arrojándome sobre su pecho a sus brazos abiertos y él me recibió sin fallo, usurpando posesión de mi cuerpo y haciéndome suya, tan suya, ¡toda suya! Nos besamos de una manera maravillosa, nuestros labios chocando una y otra vez a medida que nuestros rostros daban lugar a un más profundo y apasionado contacto. Él escabulló su lengua en mi boca y sin esperar un momento acorraló la mía con resolución, frotándola febrilmente con la suya. Así continuamos besándonos por varios minutos. Nuestras manos, inicialmente impávidas, comenzaron a avivarse y a explorar el cuerpo ajeno, desconocido… tanteando, recorriendo, tocando y degustando con el tacto. Mis pechos, despiertos al íntimo contacto, mandaban incesantes olas de placer por el resto de mi cuerpo con cada frote sobre su torso varonil, haciéndome sentir cada vez más suya. Él era mío, tanto como yo era suya. Toda suya. Siempre suya.
Él tomó mi cintura en sus manos. Él levantó mi cuerpo. Él me bajó sobre sus caderas. Solo logré tomar un corto respiro en el estupor del momento antes de que él presionara mi cuerpo sobre su erección, deslizando la solidez de su forma hacia el interior de mi abertura, rellenándome completa y haciéndome sentir absolutamente plena. Todo se volvió tan borroso. Éxtasis. Gemidos. Rugidos. Todo era perfecto y lleno y satisfactorio y exótico y maravilloso y excitante y ¡ah! ¡Lo amé de inmediato una y otra vez, mi amor renovándose en cada movimiento! Oh… cada vez que él rugía con éxtasis, yo le correspondía involuntaria y a gusto con un gemido intenso y delirante… Sus manos fornidas me sostenían sobre su cuerpo, me guiaban fervorosamente en descenso sobre su virilidad y me hundían profundamente hasta sentir que el punto más precioso e íntimo de mi cuerpo era irrumpido… una y otra, y otra, ¡y otra vez! Más a prisa, más intensamente, más abrasadoramente… más, más, ¡más!
Al fin me tendió en la cama y, sin previo aviso, me asedió salvajemente, llenándome hasta el fondo, excitado; podía ver la llama viva en sus ojos, la brasa de su pasión ardiendo con cada embestida sexual sobre mí. Alcé mis brazos y lo rodeé… ¡la pasión muy intensa para poder calmarla! Clavé mis uñas despiadadamente sobre su espalda, la pasión escapando por las puntas de mis dedos con desesperación. No podía contenerlo más… el ritmo aumentó… los músculos de mi vientre se tensaron y en un clamor profundo, un gemido enérgico, un grito intensamente erótico y desesperado, alcancé el esplendor del placer.
Mis manos se pasearon sobre su espalda, consolando y apaciguando los fuegos de nuestras pasiones. Sentía unas pocas gotas cálidas que emanaban de sus heridas y se mezclaban con su riquísimo sudor a medida que pasaba sobre ellas con mis palmas. Su aliento desesperado recaía sobre mi cuello y su pecho presionaba sobre el mío en su jadeo desesperado, tratando de recuperar su compostura. Sus cabellos oscuros se desparramaban al margen de mi rostro y rozaban mi tez como hebras con vida propia que solo deseaban darme amor cuando el resto de su cuerpo era incapaz. Era feliz. Era todo tan feliz y perfecto. Lo amé. Lo amé mucho.
Era feliz.