4 días antes...
“Son las doce… ¿las doce? Qué digo, es la una,” pensé, muy adormilada. No tenía idea dónde estaba, qué día era, qué había pasado o quién era; extrañamente, estaba muy segura de la hora, como si fuese algo muy importante.
–Nng…–, se quejó una voz en la habitación. Rodé en el colchón hacia mi… izquierda. Sí, izquierda. La luz… ¡ah! Me cubrí los párpados entrecerrados con mi antebrazo, protegiéndome del resplandor que pasaba entre las persianas de madera y lastimaba mis ojos. Para mi suerte, el tenue carmesí del tapiz que envolvía el cuarto apaciguaba un poco la luz que se colaba por la ventana. Me volteé hacia el lado opuesto y choqué contra él. Ahí estaba. Su respiración era honda y lenta. Suspiré sorprendida por un momento y luego sonreí, manteniendo mis ojos cerrados. El calor de su cuerpo comenzaba a envolverme de a pocos, como mil brazos que rodeaban mi piel desnuda y me jalaban poco a poco hacia él. Apegué mi cuerpo al suyo, presionando mi figura hacia la de él, como cóncavo y convexo, uniéndose en una perfección infinita. No extendí mis brazos ni lo rodee con mis piernas… no. Sólo ahí, en su pecho cálido y varonil, me quedé quietecita y silenciosa, como una oveja mansa rumiando en su pasto favorito.
Él protestó con un pequeño resoplido perezoso al sentir su sueño interrumpido, mas procedió a rodearme con sus firmes y velludos brazos, presionando mi silueta hacia él inconscientemente. Al fin mis ojitos flojos comenzaron a abrirse. En todo su esplendor masculino, él descansaba con un sueño ligero pero inquebrantable; un sopor profundo, una respiración honda y lenta. Podía sentir su cuerpo, levemente fornido pero no exageradamente. Brazos largos y cómodos. Caderas bien sentadas. Piernas bien formadas.
Con mi cabeza anidada en su pecho, planté un dulce beso sobre su piel y alcé mis ojos para admirarlo, siguiendo el tatuaje que ascendía a través de su torso, ondulando sobre las molduras sutiles de los músculos bajo su piel, subiendo por su vientre y pecho, y perdiéndose como cascadas libres que se derramaban por sus brazos. Bajo mis manos, su piel se diluía a su color original: un ámbar hermoso, bruñido ligeramente por las caricias del sol. El pulido tono cobrizo de su piel ascendía por su garganta hasta su bien definida quijada; ésta, a su vez, se formaba por una mezcla de curvas sensuales y rectas vigorosas que ascendían hasta perderse en sus cabellos brunos. ¡Oh, sus cabellos…! El azabache de cada hebra lacia fluía con vida propia, cayendo sobre su rostro, ocultando parcialmente parte de su rostro en su caída. El resto del mismo fluía por su cabeza con facilidad, descendiendo por su cuello de manera elegante y enmarcando su rostro con un aire aristocrático. El vello en su rostro era siempre sencillo: un bigote presente pero no marcado, acompañado por una perilla del mismo grosor que se desvanecía paulatinamente a la sombra de barba que recubría su mandíbula en todo momento.
Con todo, lo que más me embelesaba de él eran sus ojos. Siempre creí que tras esas ventanas cerradas se escondía un vacío profundo que acobijaba miles de pensamientos, de memorias, de recuerdos y de sentimientos profundos y apasionados, bañados en nostalgia y melancolía. Amaba perderme en sus ojos a ratos y que él se perdiese en los míos.